Un cuentapropista debe perseguir clientes para cobrar sus estipendios atrasados, y pena administrativa y financieramente para pagar el Monotributo y la cuota de un crédito personal leonino, mientras imagina un verano sin descanso. A su lado camina feliz de la vida otro trabajador independiente, pero independiente de todo, hasta de la formalidad: obtiene una ganancia sorprendente, que le permite cambiar el auto cada año, irse de vacaciones al exterior y optimizar sus ahorros con los instrumentos más provechosos del mercado.
Un empleado debe tributar al Estado el impuesto a las Ganancias, pero hay sectores exentos que no quieren ceder y presentan argumentos risibles.
El Estado alberga ñoquis y los premia mensualmente con remuneraciones dispendiosas, mientras un jubilado que trabajó toda la vida cobra una mínima de poco más de $ 1.000.
Un pueblito argentino, que en su día fue alegre, próspero y dinámico, hoy está aislado: el ferrocarril ya no pasa más por ahí. En una gran ciudad -cada vez con más habitantes- se amplía la autopista.
Una familia celebró la llegada de Papá Noel con champán, manjares y una variopinta mesa de postres, y a pocas cuadras dos personas armaban el combo navideño de entre la mugre, el calor y la basura.
No se preocupe: por más que rece y brinde por un país mejor, todo esto volverá a pasar este sábado, y durante 2011, y el año próximo, y el siguiente. La culpa es de todos.
Evidente, invisible
La Argentina es un país que por cuya capacidad productiva puede alimentar a 400 millones de personas, según una vieja verdad popular tan poco mezquina como menos descabellada. Y, sin embargo, dentro del territorio nacional no llega a darle de comer ni a un 10% de ese universo virtual de consumidores. Nunca nos preguntamos por qué, nerviosos por nuestros problemas cotidianos, protestando contra políticos corruptos y empresarios explotadores y especuladores, y viendo Tinelli después del laburo, así nos relajamos un poco.
Sería injusto cargar las desigualdades del país sólo a la actual administración nacional y provincial, pero no porque poco han hecho el alperovichismo y el kirchnerismo para mejorar la distribución del ingreso, sino porque gobiernos anteriores también hicieron poco e, inclusive, sus políticas acentuaron las diferencias, con el silencio de empresarios ambiciosos y gremios rancios.
Una muestra palmaria de ese fracaso -no de ahora, sino de décadas- son las recientes tomas de predios en Buenos Aires y la inseguridad.
En los últimos 27 años, no hay modelo que haya funcionado con real eficiencia en pos de un bienestar social general. En el país la derecha es simplista y la izquierda es apoteósica; la demagogia es el denominador común. La derecha es elegante y la izquierda, descocada; nunca denotan lo que en verdad son. La derecha es tecnócrata y la izquierda, poética; en ambos casos, sus planes son tan sugestivos como inservibles.
Y no hay señales de que el modelo de distribución vaya a virar pronto hacia una mayor equidad. De ello dan cuenta los posibles candidatos presidenciales -todos, incluida la Presidenta-, lo que dicen y, en particular, los planes de gobierno. Manda la intolerancia y la prepotencia. Por caso, cuando se oyó este año a diputados y senadores referirse a debates como el 82% móvil o el Presupuesto parecía que hablaban de dos países distintos.
Mientras, en el interior hay adolescentes excluidos del sistema educativo. Y los que logran completar los estudios se topan después con un monstruo abominable que termina de romper sus quimeras: una oferta laboral exigua y negrera. Hijos de desocupados que conviven en la misma ciudad con hijos de afortunados a los que una buena alimentación y una infancia alejada de los peligros les permitieron pasar de curso e insertarse rápidamente en el mercado laboral.
¿Un gran acuerdo nacional, con políticas de Estado? Puede ser. Algunos sectores lo propusieron. Nunca se ha puesto en marcha una iniciativa de este calibre en el país, una nación socioeconómicamente envuelta en una decadencia histórica, por más que en su gloria los Alfonsín, los Menem, los De la Rúa, los Duhalde y los Kirchner hayan destacado lo contrario.
Un acuerdo nacional que siente las bases de desarrollo con equidad, que defina el perfil económico del país y dinamice las regiones postergadas, sanee el sistema impositivo y funde un proyecto serio de erradicación de la pobreza estructural. Mal no vendría, mientras tanto, poner en blanco al personal, emitir facturas, estudiar más, votar a conciencia, no robar.
Tal vez suene retórico, pero vale la pena intentarlo y cumplirlo. ¿Cuándo más sino ahora el mundo nos comprará lo que producimos, materias primas? Es el momento. Si da resultado, vamos a forjar la historia nueva. Si fallamos, el último, que apague la luz.